En este ensayo proponemos ubicar
la reflexión actual sobre el sentido y las posibilidades de la idea de
comunidad, en el marco del necesario diálogo filosófico entre el pensamiento
latinoamericano y el pensamiento europeo. dado en el mundo. Más que la
intención de polemizar, o de mostrar solamente las contraposiciones, nos
interesa caminar hacia una comprensión inter-cultural e inter-filosófica de los
temas en cuestión, en este caso, de la idea de comunidad, sobre la que hay
mucho que decir desde la diversidad y la diferencia. Hoy, un pensamiento de la
comunidad (a nivel local, a nivel regional e incluso a nivel global), una
reflexión sobre lo común, solamente
puede formularse válidamente desde ahí, desde las múltiples voces que pueblan
el planeta, desde la singularidad nunca reductible de cada una, con todo lo que
trae y lleva consigo. En este propósito nos circunscribimos a los ámbitos
europeo (particularmente francés) y latinoamericano (mexicano) por razones
claramente circunstanciales (nuestro propio punto de vista), aunque tales
razones no dejan de ser significativas de condiciones histórico-sociales y
culturales de mayor alcance y sentido.
De esta manera, vamos a comenzar
esta breve reflexión con el comentario que hace Jean-Luc Nancy a la edición en
español de su obra fundamental La
comunidad inoperante (Nancy, 2000).
Después de recordar que el contexto de su reflexión crítica lo
proporciona ineludiblemente la experiencia histórica europea del holocausto y
sus efectos mundiales, lo que, de hecho, “puso fin a la posibilidad de pensar
un ser común” (Nancy, 2000: 13), Nancy reconoce de buena gana que el “mundo
latinoamericano” puede salvarse de esta generalización, en cuanto “presenta
algunas peculiaridades notables en lo que concierne a una cuestión ‘de la
comunidad’” (Nancy, 2000: 14). Explica Nancy que una de estas peculiaridades
viene dada por el dato de que la “comunidad latinoamericana” es más que otra
cosa una comunidad de lengua, en la unidad y diversidad de sus realizaciones. Y
abunda:
el esquema orgánico de la Gemeinschaft como intimidad subjetiva
asignada más en la sangre y en el suelo que en la lengua, operando un
recubrimiento y un rebajamiento de todos los tipos de identidad a una identidad
exclusiva, presuntamente ‘natural’ y a la vez archi-mítica y fundadora, este
esquema no habrá impregnado al mundo y cultura hispánicas. Lo que naturalmente
no quiere decir que este mundo y esta cultura no deban retomar las cuestiones
que surgen al respecto, ni que hayan dejado, por su parte, de suscitar otras en
cuanto al estar-en-común (Nancy, 2000: 14).
Respondiendo a la curiosidad que
Nancy dice tener “por la resonancia de su tema en las condiciones”
latinoamericanas, y al reto, a la invitación más bien, que nos plantea: “¿cómo
estamos los unos con los otros? ¿cómo
el con es la estructura y la
tonalidad misma de nuestro ser, y cómo esto mismo se deja modular en diversas
versiones –acaso intraducibles unas en otras?” (Nancy, 2000: 14), queremos
retomar la reflexión sobre la idea de comunidad que se ha elaborado en
Latinoamérica y en México en particular. A más de lo difícil que sería hacer
una reconstrucción histórico-general del asunto, probablemente esto resultase
tedioso y poco provechoso Nos proponemos mejor dar cuenta del tema en la
inquietud filosófica y la trayectoria intelectual de uno de nuestros grandes pensadores:
Luis Villoro.
Desde sus primeros hasta sus
últimos textos Villoro no ha dejado de merodear en la pregunta por el sentido y
la posibilidad de la comunidad. Y lo ha hecho desde una perspectiva coincidente
en lo básico con la de Jean-Luc Nancy (y la de otros pensadores que se han
ocupado de ella en nuestro tiempo: Hannah Arendt, Maurice Blanchot, Karl-Otto
Apel, Isaiah Berlin, Tzvetan Todorov, Giorgio Agamben, etcétera), esto es, una
perspectiva que sin dejar de reconocer el valor irrenunciable de la idea de
comunidad asume sin reservas la conciencia de sus límites, de sus peligros
incluso: probablemente de su intrínseca, de su necesaria, quizás trágica irrealizabilidad. Consideramos que
podemos alcanzar cierta precisión interpretando la posición definitiva de
Villoro sobre el tema de la comunidad –más allá de cualquier comunitarismo
superficial– si promovemos la contrastación de sus tesis con la de algunos
pensadores europeos, particularmente con la brillante, a veces deslumbrante,
exposición de Nancy –cuyos ensayos han devuelto un poco la frescura y
espontaneidad al pensamiento filosófico de nuestro tiempo, perdido muchas veces
en los vericuetos del academicismo y el conceptualismo.
Como los grandes pensadores, Nancy
ha expresado con enorme simplicidad el que podemos considerar el apotegma de
una nueva filosofía crítica de la
comunidad: “no hay ser común, hay ser en
común” (Nancy, 2000: 144). Ahí queda dicho casi todo para llevar a cabo la
necesaria corrección filosófica del “comunitarismo” (del “comunismo” incluso),
que ladee todas sus nefastas consecuencias históricamente conocidas –el
fascismo, el nazismo, el estalinismo, los nacionalismos étnicos, teocráticos o
“imperialistas” de las últimas décadas– y permita mantener, bajo la vigilancia
crítica, el sentido plausible, irrenunciable y válido del pensamiento y la
experiencia humana de lo “común”, de lo comunitario. En este marco, retomamos
la línea seguida por Luis Villoro.
Desde un artículo de 1949 que
lleva por título “Soledad y comunión” Villoro plantea el problema y la
necesidad de formular “un nuevo sentido de comunidad” (Villoro, 1949: 115),
capaz de superar la radical, quizá ontológica, experiencia humana de la
“soledad”, de donde “nace todo pecado del hombre” (Villoro, 1949, 121). No
obstante, el hombre solitario pronto toma conciencia del “vacío” de su puro
existir y adivina, requiere, exige la presencia de los otros, la comunión pura,
su disolución, ahora, en el otro.
Esto resulta, al fin, imposible y contradictorio, reconoce Villoro:
si todo en la persona se entregara
a la participación, se convertiría ella misma en un correlato más del yo; ya no
poseería un sentido irreductible al mío; desaparecería lo radicalmente otro y
recaeríamos en la inicial soledad (Villoro, 1949: 129).
El encuentro con el otro no anula,
pues, la soledad; la comunión no abole la angustia del “yo”. La comunicación
con el otro es sólo “invocación”, petición, espera… “Los seres que participan en la comunión
sostiénense mutuamente en una perpetua invocación”, escribe Villoro (Villoro,
1949: 130). No hay solución final: “la comunión sólo se sostiene en el
constante fracaso de la unificación total” (Villoro, 1949: 130). Este fracaso
deja abierta, para el filósofo mexicano, la cuestión de la “trascendencia
absoluta”, es decir, de la “comunión” en la fe y esperanza de lo sagrado (más
allá también de toda institución religiosa, pues, como lo ha llegado a decir,
la religión, toda religión, es la destrucción más acabada, más contumaz de lo
“sagrado”. Cfr. Villoro, 2006). O, en todo caso, mantiene, desde una conciencia
lúcida de la condición dialéctica –trágica
en realidad– de la experiencia humana, esta verdad problemática e irrecusable:
necesitamos perentoriamente al otro y, sin embargo, la identificación con él, la “comunión” pura, es insostenible,
imposible en verdad; y así debe ser si queremos calar hondo en lo que es la condición humana tal cual.
El doble filo crítico del
pensamiento de Villoro queda aquí definido: contra el individualismo y el
subjetivismo de la modernidad, y contra el “comunionismo” abstracto,
totalitario y cerrado. La salida debe estar por otro lado. El filósofo mexicano
desarrolla la crítica al individualismo moderno; rescata la experiencia de la
evidencia del pensamiento reflexivo de la modernidad clásica –Descartes–, pero
lucha contra el asentamiento “sustancializante” del “ego”, del cogito (Cfr. Villoro, 1965). La existencia es lo que el pensamiento
afirma y reconoce, pero esto no debe llevarnos, como hizo la filosofía moderna,
al equívoco de quedarnos en la mera afirmación del pensamiento, y, menos, del
sujeto del pensamiento. Lo que importa es la afirmación de la existencia, la
constatación de la existencia; esta constatación deberá llevarnos más bien (a
nosotros, ahora) a la consecuencia de que ella no es “objeto” o “propiedad” del
ego sino que el ego “pertenece” a la existencia, por ende, que es finito y no
cerrado y acabado, y, todavía más, que a esa existencia pertenecen otros,
innumerables otros, esto es, que la existencia es necesariamente “compartida”,
está “repartida”. Se trata del “ser con”, o, más bien (más allá del Mitsein heideggeriano) del ser en el “con” que persigue expresar Nancy.[1]
En el marco de su preocupación por
las condiciones sociales y políticas de México, Villoro cuestionó a fondo la
ideología del nacionalismo revolucionario del Estado mexicano y las formas
dogmáticas de la ideología socialista (Villoro, 1972 y 1985). En todo momento
se trató para él de atajar toda forma de pensamiento totalitario y
violentamente integracionista. Así arribó a la reflexión sobre la cuestión de
la identidad colectiva y del “ser” de la colectividad. En un artículo de 1994,
año de la insurgencia neozapatista en Chiapas, Villoro analiza las condiciones
y los límites de la identidad étnica (“Sobre la identidad de los pueblos”). Ahí
sostiene, desarrollando ideas expuestas en el artículo “Autenticidad en la
cultura” de 1983 (Villoro, 1998), que la identidad
no es un dato sino un proceso constructivo. De esta manera, según el filósofo
mexicano, existen dos maneras o dos vías para alcanzar la identidad: la vía de
la “singularidad”, esto es, de la afirmación de las “peculiaridades” y
“características” de un pueblo, y la vía de la “autenticidad”, esto es, la vía
de la definición reflexiva y racional de una identidad congruente con las
necesidades y situaciones reales de una comunidad. Obviamente, él propugna la
segunda, y ahonda su crítica a la primera. Ésta produce una abstracción
excluyente: concibe al ser de la comunidad como un haber que permanecería inmutable a través de los cambios
históricos, que nos exigiría una fidelidad inobjetable y el resguardo celoso de
su herencia ante cualquier injerencia externa. “El haber se transforma
fácilmente en destino” (Villoro, 1998: 74), lamenta el filósofo mexicano, esto es,
en super-determinación, en imposición de esencias “colectivas” y de verdades
irrebatibles sobre la propia tradición y cultura. Por el contrario, la vía de
la autenticidad conduce a una cultura que “está dirigida por proyectos que
responden a necesidades y deseos colectivos básicos” y que “expresa
efectivamente creencias, valoraciones y anhelos que comparte los miembros de
esa cultura” (Villoro, 1998: 175).
Queda claro que la autenticidad no consiste, para Villoro,
en una cualidad intrínseca, en un “ser”, en una “esencia” prístina,
irreductible e indiscutible, sino en una relación, en un tipo de relación
concreta, efectiva y comprobable entre las representaciones que un individuo o
una comunidad se hacen sobre sí mismos (su supuesto “ser común”), y la realidad
efectiva de sus conductas, experiencias y necesidades (su real “ser en común”);
y además, insiste Villoro, en la capacidad del individuo para dar cuenta y
razón de esa relación, para conocerla, comprenderla, expresarla y defenderla.
La vía de la autenticidad no consiste en la afirmación dogmática de algo
supuestamente “propio” y la negación de todo “lo ajeno”, de todo lo que se le
distingue. Villoro insiste en observar que algo que se considera “propio” o
“peculiar” puede en realidad ser inauténtico –en cuanto se trata de una
representación ya desfasada de lo que realmente es y vive una comunidad– y que
algo, una idea o un valor cultural, que proviene de otra cultura puede venir a
ajustarse de modo consistente y adecuado a la realidad de esa comunidad y
convertirse ahora en una forma del ser auténtico. En todo caso, importa
destacar que para Villoro la “identidad colectiva” debe ser el producto de un
acción racional, abierta siempre a la discusión y la reinterpretación
intersubjetiva; no es un hecho, una entidad sustancial o sustancializada, un
punto inamovible de identificación que justificaría al fin cualquier propósito
y cualquier conducta, por irracional o inhumana que pueda ser.
Villoro desarrolla el tema de la
comunidad desde el punto de vista de la filosofía política –de la intersección
entre ética y política– en El poder y el
valor. Ahí sostiene que la “comunidad” se configura como la resolución del
conflicto entre los valores del “orden” y la “libertad”, esto es, del conflicto
entre la asociación para el orden y la asociación para la libertad; de hecho,
se configura como un “más allá” de toda “asociación”, como el horizonte o el
límite posible, el ideal de toda asociación, de toda forma de organización
social. Pues, explica Villoro,
para que una asociación constituya
una comunidad es menester […] que cada individuo asuma la prestación de un
servicio a la colectividad. Es el conjunto de relaciones serviciales, en que cada quien da algo de sí, y no la sola
sumisión a la ley común, lo que constituye una comunidad. En una comunidad
cada individuo se considera al servicio de una totalidad que lo rebasa y en
ella su vida alcanza una nueva dimensión de sentido (Villoro, 1997: 361).
Una comunidad sólo se constituye,
pues, desde el plano ético, desde una praxis política éticamente reorientada,
individual y libremente asumida y realizada. Cualquier otra orientación
–religiosa, política, ideológica– termina volviendo a las formas puramente
autoritarias y cerradas del comunitarismo tradicional y tradicionalista (a la
imposición de un “ser común”). Se trataría, más bien, de “imaginar un nuevo
modelo de comunidad” (Villoro, 1997: 373).
Como lo imagina Villoro, “la comunidad no sería algo dado, con lo que se
encuentra al nacer el individuo, sino un fin libremente asumido para dar un
sentido superior a su vida: la comunidad sería la construcción de un mundo
otro, por la voluntad concertada de todos” (Villoro, 1997: 373). Indefectiblemente, la comunidad sólo puede plantearse, para un
pensamiento que no renuncia ni puede renunciar a las asunciones críticas de la
modernidad, como un ideal normativo, como “comunidad ideal”, inalcanzable en su plenitud e irrenunciable en su sentido.
Ahora bien, el pensamiento de
Nancy puede ayudarnos hoy a repensar el significado de la comunidad en tanto
comunidad ideal, más allá de cualquier comunitarismo historicista (la comunidad
como realidad histórica dada, donde
la comunidad “ideal” es aquella a la que pertenece cada cual: etnocentrismo) y más allá de los meros
postulados idealistas (la comunidad como un puro ideal contrafáctico, como pura
realidad inexistente). En primer lugar, de acuerdo con Nancy, “ideal” no hay
que tomarlo aquí solamente en el sentido de una proyección a un momento y lugar
“futuro”, alguna vez alcanzable, donde por fin se realizaría la armonía y
perfección de la vida social-humana (como dice Isaiah Berlin, esta idea, la
idea dogmática de perfección, ha hecho más mal que bien a la humanidad).
Tampoco habría que entender por ideal sólo un principio o supuesto normativo
contrafáctico que orientaría nuestras acciones actuales, consolándonos de la
incorregibilidad endémica del mundo existente. De las reflexiones de Nancy se
puede desprender otra concepción: la comunidad ideal como una comunidad en
“ideas”, es decir, de significaciones y sentidos, o más exactamente como una
comunidad “simbólica” o “literaria”, cuyo modelo sería precisamente la
comunidad lingüística (cfr. Nancy, 2000: 121-136). Esta
perspectiva permite colocarnos más allá del individualismo, que renuncia a toda
idea de comunidad, y más acá del comunitarismo dogmático, de la comunidad como
una identidad sustancializada, cerrada y acabada. La comunidad lingüística no
es un “ser común”, una unidad homogénea e inalterable; por el contrario, se
trata de un “ser en común”, esto es, un “ser” –la lengua– que compartimos y
actuamos los hablantes en una infinidad de variantes, modalidades y
realizaciones (la “comunidad inconfesable” de Blanchot, la comunidad
“im-posible”, o la comunidad sin comunidad de Nancy). Es un ser
ineludiblemente, intrínsecamente, “singular” y “plural” a la vez, como quiere
Nancy.[2] Y, aunque, por definición, nunca puede presentarse como una
comunidad completa y acabada, tampoco puede suponerse como meramente
inalcanzable o inexistente; siempre estamos ya, nunca del todo, en el “ser en
común” del lenguaje. Así, es desde el modo de ser de la comunidad lingüística
que debemos volver al plano ontológico, para elaborar una ontología de la
comunidad, o, más exactamente, una ontología desde la idea de comunidad, esto
es, una nueva “comprensión del ser”. Dice Nancy:
Pero el ser no es una cosa que
poseamos en común. El ser no es en nada diferente de la existencia cada vez
singular. Se dirá, pues, que el ser no es común en el sentido de una propiedad
común, sino que está en común. El ser está en común. ¿Hay algo más simple de
constatar? Y, con todo, ¿qué ha sido más ignorado, hasta ahora, por la
ontología? (Nancy, 2000: 139).
No es, así, el ser (supuesto) de la comunidad lo que
hay que pensar, una esencia común, un
sentido común, un ser común; lo que se debe pensar, lo que no se ha pensado
hasta ahora, es el estar en
comunidad, el existir en comunidad,
el “ser en común”. Y sólo se existe, y lo que existe sólo existe, en común. La
existencia es, insiste Nancy, lo que se comparte, lo que se reparte, lo que se parte en fin. Por ende, la comunidad
nunca puede ser o presentarse como una totalidad acabada, identificada y
nombrada, tiene necesariamente la forma de una articulación abierta,
proseguible siempre, anónima e interminable. Existir es comparecer en esa
apertura, en esa espaciosidad, en ese “distanciamiento” que es lo que hay ante
todo, y ahí donde somos en común. El
“ser en común” es un problema, una interrogante, un acertijo: no es un dato,
una fórmula, una idea o un ideal. Es el simple, originario, y ya siempre
anticipado modo del ser, la existencia como apertura inacabable, ni siquiera
contorneable; pues la existencia en cuanto ser “con” no sólo se refiere a los
otros humanos sino que incluye –señala Nancy– todos los otros seres del
universo. Existencia es coexistencia, pero la coexistencia no funda una
comunidad, no se consagra en un “ser” comunitario.
Tal es la paradójica tesis que
sostiene Nancy: la existencia sólo se da
en común pero no hay existencia común, esto es, comunidad obrada, acabada,
unidad supernumeraria de un todo que se colocaría sobre las existencias
individuales. Es más, también, complementariamente, la noción de “individuo”
debe ser cuestionada desde un anti-sustancialismo radical. Nancy propone mejor
la idea de las “singularidades”, que vienen definidas por los diversos, siempre
divisibles, modos en que se existe
“en común”. La singularidad es intrínsecamente plural y la pluralidad lo es de
singularidades: el Ser es “ser singular plural”, establece el filósofo francés.
Todos nuestros conceptos y, sobre todo, todas nuestras perspectivas y
expectativas deben ser modificados. La comunidad “existe” pero sólo en cuanto
esencialmente “desobrada”, en cuanto “comunidad imposible… imposible comunidad”,
y es así que debemos asumirla, actuarla, vivirla. Como una tarea siempre
abierta, como una articulación que se deshace y rehace cada vez y en múltiples
maneras. No estamos condenados al aislamiento; por el contrario, nuestro ser ya
está siempre en el juego de la relación con los otros del modo más intrínseco:
“la esencia del ser es, y sólo es, como co-esencia”
(Nancy, 2006: 46)[3]; pero no hay “solución final”, comunión identificante,
acabamiento del “problema”, felicidad plena, perfección total. La única
perfección que podemos alcanzar es la de la afirmación piadosa de nuestra,
siempre rica, siempre viva “imperfección”.
El enfoque de Nancy del concepto
de comunidad, como ser en común,
puede permitirnos resolver un cierto desfase que se encuentra en el pensamiento
de Villoro entre su perspectiva epistemológica y su perspectiva ética. Desde
sus primeros textos Villoro ha reflexionado sobre el tema de la “otredad”,
constatando el doble sentido de, y el doble interés en, el concepto del “otro”:
la otredad del Ser y la otredad del otro (sujeto). En una nota a pie de página
del ensayo “Soledad y comunión” ya referido, Villoro observa que “las lenguas
clásicas poseen términos distintos que podríamos emplear para designar estas
dos clases de alteridad. Alter, eteros,
designarían aproximadamente el tipo de alteridad del tú; alius, allos, el de la cosa en-sí” (Villoro, 1949: 127). Ahora
bien, en el despliegue de la reflexión del filósofo mexicano hay como una
especie de competencia entre dos posturas: la que afirma la prioridad de lo
otro (el ser, la existencia) frente a la pura conciencia –el realismo
ontológico-fenomenológico que defiende Villoro como base innegociable de su
postura epistemológica (Villoro 1982, 1993 y 1999)– y la que afirma la
prioridad del otro –el tú, el otro humano– frente al “yo”, esto es, frente a
toda egología y, desde el punto de vista intercultural, frente a toda forma de
etnocentrismo y colonialismo.[4] Aunque resulta natural asumir que existe como una correlación
entre ambos momentos, el de la prioridad de
lo otro y el de la prioridad del
otro, no puede evitarse la pregunta: ¿y cuál de las dos afirmaciones tiene
“prioridad”: la del Ser o la de la otredad humana? A diferencia de Levinas,
quien claramente asume la prioridad del Otro sobre la del Ser –la primacía de
la metafísica del infinito sobre la ontología de la totalidad–, Villoro
permanece en una especie de indecisión entre ambas posibilidades, lo que da
cuenta, por otra parte, de su postura a favor de la racionalidad. Pues la
absolutización de la prioridad del otro, la pura primacía de la ética, implica,
de alguna manera, desarmar al pensamiento de los recursos críticos que le
otorga la acción cognoscente y la autorreflexión lógico-epistemológica. No
obstante, de la pura afirmación de la prioridad del ser no vamos a transitar
nunca al reconocimiento efectivo de la prioridad del otro. ¿Cuál es la
solución? Villoro vislumbra una respuesta que, sin embargo, él mismo ha
preferido mantener sólo de forma marginal en su pensamiento: el reconocimiento
de la dimensión de lo “sagrado”, de la otredad
absoluta, que vendría a fungir como el “fundamento” (en realidad des-fundado) y
punto de enlace, o espacio de articulación, entre la otredad ontológica y la
otredad ética. Lo “sagrado” es a la vez
lo otro de la conciencia cognoscente y lo otro de la conciencia subjetiva: la
otredad del ser como “Otro”, la otredad del otro como “Ser”.
Consideramos que la concepción del
“ser en común” de Nancy ofrece otra respuesta posible a la pregunta por la
articulación entre lo otro y el otro. Decir que el ser es en común conlleva ya
el simultáneo reconocimiento de la prioridad de la existencia y de la prioridad
del otro. Ego sum, yo existo, quiere
decir que “participo” de la existencia y, por ende, que esta existencia se da
en el modo de la “co-participación”: del nosotros
existimos. No hay prioridad del ser
sobre el otro: la existencia es, y sólo es, “en común”. Pero no hay prioridad
del otro sobre el ser: lo “común” entre el otro y yo es el “ser”, la
“existencia”, de la que él y yo y muchos otros –humanos y no humanos–
participamos. El anhelo, el proyecto, el sentido está en la articulación de lo
existente, en el “nosotros” que es el nombre del entrelazo existencial
originario. Ésta es, y ha sido siempre, la sabiduría del filósofo, la
proposición ontológica pura.
En el ser-con y como ser-con,
nosotros hemos comenzado ya-siempre a comprender el sentido, a comprendernos y
a comprender el mundo como sentido. Y esa comprensión está ya-siempre acabada,
es plena, completa e infinita. Nos comprendemos infinitamente, a nosotros y al
mundo, y nada más (Nancy, 2003: 113).
De aquí se sigue, y se ha seguido
siempre, el carácter liberador de la filosofía, el amor fati del filósofo.
Ahora bien, ¿podemos designar a
esta espaciosidad del ser, a este “espacio” o “ámbito” de la “articulación”, a
este milagro del “estar juntos y el estar lejos”, a este milagro de la
existencia misma, como lo “sagrado” precisamente? Tal sería el camino de un
inmanentismo teológico radical. La universalidad del ser en común, que abarca a
todos los seres, sería lo “sagrado” mismo. Esta es la concepción a que Villoro
apunta en sus reflexiones teológicas. Lo sagrado no es un “ente”, ni como un
ente particular ni como el todo de los entes. Es, por definición, lo que se no
deja reducir a “cosa” –hacer esto implica profanar
lo sagrado, cosificarlo: lo que han
hecho todas las religiones.[5] En realidad, para Villoro, lo sagrado en su sentido auténtico no
hay que buscarlo en ningún origen perdido, en ninguna de las religiones
existentes, ni tampoco en una religión porvenir. Por el contrario, sólo podemos
arribar a él en el tiempo del fin de la religión, en el momento de la muerte de
Dios, pues “la muerte de Dios permite comprender de nuevo, tal vez, que lo
sagrado está en el todo, pero que no es nada en ese todo” (Villoro 2006: 114).
La muerte de Dios es la condición de un verdadero encuentro con lo sagrado, no
como un más allá del mundo, como otro mundo, sino como el mundo mismo en su
pura y radical otredad: su desnuda existencia,
que es su desnuda esencia. Es “lo sagrado despojado de lo sagrado” como
pide Nancy (Nancy, 2000: 66).
Esta visión de lo sagrado, no
humanista, no antropocéntrica, era la que, por otro parte, estaba presente en
las teogonías de las culturas prehispánicas. Los antiguos mexicanos no suponían
esa radical oposición entre el espacio de lo sagrado y el espacio de lo profano
que, según distintos estudiosos del fenómeno religioso, caracteriza a la
mayoría de las religiones. Más bien asumían la articulación, el entretejimiento
entre ambos espacios: lo que produjo en los conquistadores cristianos un
verdadero horror y justificó su afán desesperado de destrucción del mundo
indígena. Como lo describe Villoro:
a la inversa del dios trascendente
de los monoteísmos de origen bíblico, los aztecas vivían la inmanencia de lo
sagrado. No había para ellos una diferencia ontológica profunda entre las
fuerzas divinas y las que animan a los hombres. Dios está cerca, entre
nosotros, en nosotros. Es esta proximidad de lo sagrado lo que aterrorizó a los
españoles. Es ella la que les hizo insoportable la religión indígena (Villoro,
1998: 172).
De esta concepción de lo sagrado
se alimenta la visión comunitaria de los grupos indígenas americanos aun
sobrevivientes en nuestro tiempo: el “ser en común” extendido más allá del
grupo humano, el de una existencia compartida con muchos otros seres y fuerzas
del cosmos: comunidad cósmica, ser en común con el cosmos entero, que no se
cierra en ningún lado, que no tiene que advenir porque ya está, y que todo lo
que puede prometer ya lo ofrece.
Gratitud y no esperanza es lo que debemos. En todo caso, la única esperanza que nos cabe mantener, la única
utopía que debemos guardar, es la de un
tiempo en el que sepamos por fin, y sin más, saber agradecer, ser agradecidos; un tiempo donde hayamos
aprendido, por fin, a amar el “presente”, a no “esperar” nada. Pues, como decía
Deleuze, no hay otro resentimiento que el resentimiento contra el
acontecimiento… Un tiempo también en el
que aprendamos de una vez y para siempre que somos indefectiblemente en común, que ya estamos siempre con otros, de forma tal que ningún
“individualismo” podrá nunca negar o eliminar, ni ningún “comunitarismo” podrá
nunca modificar o mejorar. Y más que una toma de conciencia lo que necesitamos
efectuar es una toma de existencia,
una toma del ser que ya somos. Es
desde ahí, desde este reconocimiento, ontológico propiamente, que hemos de
fundar una nueva ética y una nueva política, más deconstructoras –es decir,
diferenciantes, singularizantes– que constructoras (edificantes) –es decir,
homogeneizantes, unformizadoras. Una política de la diferencia, de la
singularidad, de la diversidad y la multiplicidad, que no construye
(artificialmente) un ser común, sino
que afirma y realiza al Ser como ser en
común.
Referencias
Merleau-Ponty, Merleau (1960),
Signos, tr. De Caridad Martínez y
Gabriel Oliver, Barcelona, Seix-Barral.
Nancy, Jean-Luc (2000), La comunidad inoperante, traducción de
Juan Manuel Garrido, Santiago de Chile, Universidad Arcis. Cfr. la edición
revisada y aumentada, publicada con el título La comunidad desobrada, trad. de Pablo Perera, Madrid, Arena, 2001.
Nancy, Jean-Luc (2006), Ser singular plural, tr. Antonio Tudela
Sancho, Madrid, Arena.
Villoro, Luis (1949), “Soledad
y comunión”, Filosofía y Letras 17,
33.
Villoro, Luis (1950), Los grandes momentos del indigenismo en
México, México, El Colegio Nacional, (2ª ed., 1987, México: SEP).
Villoro, Luis (1965), La idea y el ente en la filosofía de
Descartes, México, Fondo de Cultura Económica.
Villoro, Luis (1972), Signos políticos, México, Grijalbo.
Villoro, Luis (1982): Creer, saber, conocer, México, Siglo
XXI.
Villoro, Luis (1985), El concepto de ideología y otros ensayos, México, Fondo de Cultura Económica.
Villoro, Luis (1993),
“Respuestas a discrepancias y objeciones”, en Ernesto Garzón Valdés y Fernando
Salmerón (editores), Epistemología y
cultura. En torno a la obra de Luis Villoro, México, UNAM: pp. 331-350.
Villoro, Luis (1997), El poder y el valor. Fundamentos de una
ética política, México, Fondo de Cultura Económica/ El Colegio Nacional.
Villoro, Luis (1998), Estado plural, pluralidad de culturas,
México, Universidad Nacional Autónoma de México / Paidós.
Villoro, Luis (1999),
“Verdad”, en L. Villoro (editor), El
conocimiento, Madrid, Trotta: 213-232.
Villoro, Luis (2006), Vislumbres de lo otro. Ensayos de filosofía
de la religión, México, El Colegio Nacional / Verdehalago.
[1]
En Heidegger, y en todo el pensamiento anterior a Jean-Luc Nancy, el “ser con”
(el ser social del hombre, etc.) siempre tiende a ser pensado como un
“complemento” o añadido posterior a un “ser-ahí” o un “ser individual” previo o
primigenio. Para Nancy, lo primigenio en un sentido absoluto es el ser “con”.
[2]
“El lenguaje es lo que expone la singularidad plural. En él, todo lo existente
se expone como su sentido, es decir, como la participación originaria según la
cual lo existente se relaciona con lo existente, circulación de un sentido del
mundo que no posee ni comienzo ni fin, que es el sentido como ser-con, la
simultaneidad de todas las presencias que son todas las unas con respecto a las
otras, y de las que ninguna es en sí sin ser con las demás” (Nancy, 2006: 101).
Esta unidad intrínseca, originaria y hasta “pre-personal” de la intercomunicación
lingüística –que, sin embargo, no se totaliza en una totalidad cerrada y
acabada– fue constatada por Merleau-Ponty en sus insuperables reflexiones sobre
la “palabra hablante”. Considérese esta descripción sobre la comunicación, un
poco escogida al azar: “en la medida en que lo que yo digo tiene sentido, yo
soy para mí mismo, cuando hablo, un ‘otro’, y en la medida en que comprendo, ya
no sé quien habla y quien escucha” (Merleau-Ponty, 1960: 115).
[3]
Así, la apuesta de Nancy es “pensar absolutamente y sin reservas a partir del con, como la propiedad de esencia de un
ser que no es más que uno-con-otro”. (Nancy, 2006: 50). Ninguna ideología de la
comunidad en cuanto ser-común, ni tampoco el “individualismo” moderno, podrá
jamás alcanzar a expresar, y menos a “representar” adecuadamente, esta
interrelación originaria, intrínseca y constitutiva de las individualidades
singulares, la cual permanece, más que como “origen perdido” que hubiera que
recuperar en algún momento, como “instancia trascendental” siempre insuperable,
pero siempre, en muchos y diversos modos, actualizada. Es decir, somos más
co-existentes, co-esenciales, y co-pertenecientes, que lo que ningún
“pensamiento” o “ideología” de lo “común” podrá jamás decir y proponer.
[4]
Sobre la crítica de Villoro al “egologismo” de la filosofía occidental, y al
colonialismo como forma histórico-paradigmática del “altericidio” cfr. Villoro, 1950.
[5]
“Desde el inicio de las religiones, a la experiencia personal de lo Sagrado
como Lo Otro, se añade el intento de comprenderlo de manera que podamos
manejarlo. Para ello podemos convertirlo en un ente, entre los entes que
componen el universo; es un hecho ‘sobrenatural’, fuente de otros hechos
‘naturales’. Entonces el pensamiento religioso redunda, pienso, en una
‘profanación’ intelectual de lo Sagrado. Empleo ‘profanación’ en su sentido
etimológico: el pensamiento religioso concibe lo ‘Otro’ como un hecho o una
cosa semejante a los hechos y a las cosas que componen el mundo profano. El
concepto de Dios como una entidad personal forma parte de esa profanación”
(Villoro, 2006: 91).
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